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Opinión

“La gran cruzada por la (in)seguridad nacional”

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Introducción:

La crudeza de la inseguridad se incrusta en el debate público, un debate aderezado con buenas dosis de sensacionalismo mediático y la demagogia de políticos que proponen soluciones desde los confortables asientos de la subasta electoral. Las alarmas se encendieron, las discusiones se acaloran,  los periódicos demandan más tinta roja mientras el miedo se apodera de los ciudadanos. Todo indica que las circunstancias tienden a agravarse, la percepción ha dejado de ser percepción y se convirtió en realidad no porque se hayan explicitado las estadísticas, sino porque los líderes de opinión ya sentenciaron con autoridad papal que la “invasión” de venezolanos en nuestro territorio es signo inequívoco del agravamiento del tema, es que de allá vienen los femicidas, ladrones, sicarios y estafadores. La mala fe intelectual de los actores encargados de enfrentar el fenómeno ha creado el ambiente propicio para resucitar viejos discursos –que el endurecimiento de penas, que la reducción de la edad de imputabilidad, que la construcción de más cárceles, que la flexibilización para la portabilidad de armas, que los obstáculos fronterizos para inmigrantes, ¡que la implementación de la condena de muerte!– , para legitimar prácticas superadas –que los policías aleccionen con patadas en el rostro a los delincuentes, que la justicia por mano propia, que mayor represión, etc.– pero sobre todo para desviar la atención sobre el problema de fondo: las causas estructurales que originan la inseguridad.

Esta semana el presidente Lenín Moreno dijo que su gobierno “está cansado de la delincuencia” y anunció que los militares retornarán a las calles para luchar contra el hampa, denominó su decisión como la “gran cruzada por la seguridad nacional”. Fiel al estilo de sheriff socialcristiano advirtió a los “independientes” integrantes de la Función Judicial que no se atrevan a liberar a quienes sean capturados por los uniformados en calidad de sospechosos, no importa cuanto tiempo pasen sin sentencia; y añadió que los efectivos contarían con todo el apoyo para ejecutar su trabajo sin que les tiemble la mano. Demagogia pura y dura, soluciones parche con buena prensa. 

La inseguridad ciudadana no puede entenderse sin considerar la impunidad de los delitos del poder, y mucho menos se la puede explicar sin tomar en cuenta la desigual distribución de la riqueza. Si el peso de la persecución penal se desplazara hacia los delitos del poder político y económico –a la delincuencia institucionalizada–  , solo entonces estaríamos hablando en serio. No es tan difícil llegar a esta conclusión, hace falta observar las estadísticas que demuestran que en los países con mayor desigualdad en el ingreso y con mayor tolerancia a la corrupción se presenta un mayor índice de inseguridad ciudadana.

Planteamiento:

El ensayo que les propongo se centra en las estrategias para la prevención del delito, y pondrá su foco en la táctica social por considerar que se trata de la tesis más sensata dentro de las diferentes alternativas que contempla la política criminal, ya que ataca la raíz del problema situando su origen en la propia sociedad y su desigual estructura.

Empezaré reflexionando sobre la táctica situacional o ambiental, surgida en los años 80 en los Países Bajos y con fuerte incidencia en el mundo anglosajón. Revisaré brevemente sus características para luego formular una crítica que me permitirá aterrizar en la táctica social como el mecanismo más idóneo para la prevención del delito.

Reflexiones previas:

Antes de hablar de las distintas formas de prevención del delito, la primera reflexión que me gustaría anotar es que el Derecho penal per se no juega un rol determinante como mecanismo disuasivo de conductas antisociales, por lo menos no en la dimensión que nos sugiere el debate político. Lejos de abonar resultados en la estrategia para la prevención, el endurecimiento de la legislación penal, tendencia harto extendida en las sociedades modernas (indistintamente de su calidad democrática o afinidad ideológica), contribuye, desde mi punto de vista, a reproducir el problema, acaso a agravarlo.  La adopción de modelos político-criminales regresivos y excesivamente represivos no ha logrado demostrar su eficacia en términos de reducción de las tasas de criminalidad. Su implementación obedece a explicaciones de tipo político, aquello de lo que habla ampliamente la teoría sobre el “populismo penal”. Basado en una falsa legitimidad, el nuevo punitivismo justifica su vigencia en el amplio respaldo popular, un consenso social que demanda mayor severidad en las penas sin que medie una valoración rigurosa sobre las consecuencias que de esa política represiva se verifican en la práctica. Ese giro punitivo que ha puesto fin a la “era de la indulgencia”, apunta Bernardo del Rosal, ha desembocado en unas cifras de encarcelamiento de las poblaciones inéditas en la historia (Del Rosal, 08:11); una visión miope que no contempla el largo plazo, una respuesta corta que no enfrenta la naturaleza del fenómeno de la criminalidad; lo contrario, evade sus causas y alimenta, quizá sin proponérselo, el mercado que subyace en el “mundo del delito”. La responsabilidad que se les confiere a las cárceles como agentes de rehabilitación social deviene en una gran ficción; un ideal difícil de materializar si se consideran las condiciones de hacinamiento y de tratos inhumanos a los que se someten las personas privadas de la libertad. Utilizar a la prisión como un instrumento para gestionar la inseguridad social, apunta Loïc Wacquant, no logra contener “los desórdenes producidos por el desempleo masivo, por la imposición de salarios laborales precarios y por el hundimiento de la protección social” (Del Rosal, 08:13), la prisión, por tanto, más que cumplir una finalidad de rehabilitación persigue un objetivo mucho menos ambicioso que es la incapacitación temporal de los delincuentes (por lo menos para que no cometan delitos fuera de las cárceles).

Dicho esto, cabe preguntarse en qué medida la sociedad es corresponsable en el posicionamiento de esta tendencia y cuál es el costo que esa misma sociedad está pagando al sostener un modelo que pondera el castigo como mecanismo de satisfacción. Cuánta responsabilidad tienen los políticos que elegimos para que enfrenten la “inseguridad” y cuánta los medios de comunicación en la construcción de una “opinión pública” que nos determina a exigir mayor represión basados en percepciones de la realidad.

Paradigma del riesgo

Pertinente es indagar en el llamado “paradigma del riesgo” antes de comentar las estrategias para la prevención del delito porque de su comprensión se concluye la vigencia de la táctica situacional o ambiental. La perspectiva del daño causado por el delito, apunta Del Rosal, es un “referente real, descriptible, perceptible y tangible” (Del Rosal, 08:28), y constituye el criterio rector de las tipologías delictivas; no obstante, hoy opera un cambio de paradigma que sitúa al riesgo (referente artificial, inconsistente y volátil) como el criterio determinante para la intervención preventiva de conductas potencialmente delictivas. Dicho de otra forma, hoy el objetivo principal de la política criminal ya no es ejemplificar a través de sanciones las consecuencias a las que atenerse tras la comisión de un delito, influyendo sobre inconductas venideras, ni mucho menos actuar sobre las causas que motivan a un sujeto causar un daño, sino más bien incidir sobre los factores de riesgo, algo así como anticiparse a escenarios posibles y actuar en consecuencia.  El problema es que el concepto “moderno” de riesgo está muy manoseado por el debate político, dejando a un lado consideraciones de carácter técnico (cálculo de probabilidades), como lo explica Del Rosal haciendo referencia a los estudios de la antropóloga Mary Douglas (Del Rosal, 08: 28). Ese alejamiento del conocimiento científico ha devenido en una interpretación más de índole cultural que tiende a asociar al riesgo directamente con el peligro. Desde esta perspectiva alimentada constantemente por el juego político se justifican decisiones polémicas que pueden resultar invasivas y en muchos casos estigmatizantes. Hace falta identificar cuáles son los perfiles calificados como riesgosos para concluir que el foco se ubica en los sectores más excluidos de la sociedad, en esos estratos donde se mueven los “nadies”, aquellos capaces de causar daños contra los “otros” por haber nacido en condiciones de pobreza o aislamiento, “simplemente” porque están más expuestos al crimen, porque sus “peculiares” circunstancias los “determina” a delinquir… Ese riesgo = peligro hay que neutralizarlo a cualquier costo, siendo el Estado el responsable principal en la misión de garantizar la seguridad ciudadana, identificando a los probables objetos de la intervención penal. Este cambio de paradigma criminaliza la pobreza, sospecha del diferente (ya sea por etnia, religión, estatus migratorio, etc), llegando a simplificar el problema de la criminalidad de una manera peligrosa ya que invierte, convenientemente, la carga de la prueba, es decir: se es culpable hasta que no se demuestre lo contrario, siempre y cuando el perfil sea considerado “de riesgo”. En la construcción de dicho imaginario los medios de comunicación juegan un rol protagónico, no solo como depositarios de la “opinión pública” (en realidad opinión publicada), sino además como instrumentos para el juzgamiento y escarnio popular. Los sentimientos del pueblo (y más aún los de las víctimas) se convierten así en la principal fuente de la ley penal, reflexiona Del Rosal (Del Rosal, 08:45), sin que intervengan reflexivamente, entre esas demandas y las decisiones políticas, las opiniones de los expertos.

En conclusión, el empleo del derecho penal como atajo para enfrentar el fenómeno de la criminalidad no ataca la raíz del problema porque no toca la estructura social, sino que actúa sobre esa misma estructura asimilándola como un presupuesto natural, una variable más dentro de la ecuación. Desde esa perspectiva la prisión solo persigue una función inocuizadora del delincuente, es decir, su interés primordial será eliminar los riesgos que puedan provenir de su comportamiento criminal. Una estrategia de reacción más que de prevención, desde mi punto de vista, ya que usa el riesgo como excusa para intervenir; no obstante, los caldos de cultivo que estimulan las conductas antisociales permanecen intocados.

Táctica situacional o ambiental

Lo primero que hay que apuntar para la comprensión de la táctica situacional o ambiental en la prevención del delito es que su lógica responde a una racionalidad neoliberal, lo que supone una adhesión al libre mercado, a la noción de un Estado mínimo y al relieve de la libertad de elección, así como de las responsabilidades individuales. Dicho esto, no es difícil advertir la estrategia que desde esta visión se buscará implementar para combatir el fenómeno de la criminalidad. Hough clasifica muy bien los elementos que configuran la táctica situacional, mismos que pueden resumirse en 4 aspectos esenciales, a saber:

  1. Las medidas se dirigen a formas altamente específicas de delito.
  2. Involucran el management, diseño o manipulación del ambiente inmediato en que suceden los delitos.
  3. Este tipo de delitos se producen en un modo sistemático y permanente.
  4. El objetivo es reducir las oportunidades para el surgimiento de delitos tal como son percibidos por un amplio conjunto de potenciales ofensores.

Como su nombre lo indica, la táctica situacional o ambiental se centrará en las condiciones exógenas que “motivan” el surgimiento de conductas antisociales, su impacto incidirá en la formación de situaciones, en evitar que se propicien circunstancias favorables para los sujetos con “tendencia al crimen”. De ahí que su preocupación será aumentar los riesgos- reales o ficticios- para los potenciales delincuentes. Se trata de complicar su accionar con influencias adversas. Una estrategia que parte del presupuesto de que el delito nace de un cálculo individual, como si fuera el resultado- empleando terminología económica- de un análisis costo-beneficio. Como concluyo más adelante, esta tesis no es del todo acertada.

Pero no sólo el delincuente está en el foco de la táctica situacional y ambiental, Van Dijk y De Waard proponen un enfoque bidimensional en la prevención del delito, donde también las víctimas sean objeto de la intervención. Luego se hablará de una tercera categoría, la situacional, que, como anticipamos más arriba, se orientará a las situaciones, más precisamente a las situaciones que se presenten en un contexto comunitario (un vecindario, por ejemplo), y tomará en cuenta criterios probabilistas.

Habiendo anticipado que la estrategia descrita bebe de las fuentes del neoliberalismo, resulta más fácil comprender que la táctica situacional emplea criterios como la “eficiencia” y la “maximización de resultados”. Esto quiere decir que los delitos son, desde esta concepción, fruto de una elección racional, su naturaleza es esencialmente oportunista. Siendo así, las técnicas de disuasión deberían poder influir en determinados comportamientos, incidir en los procesos de pensamiento y doblegar la voluntad del criminal. Como un modelo económico del crimen, la táctica situacional interpela a las víctimas como sujetos individualistas, capaces de actuar en forma racional y preocupados por asegurar su propio interés. Despojados así de un sentimiento de dependencia con el Estado y conscientes de que cada persona es “responsable de su destino”, los individuos están obligados a velar por su propio bienestar y actuarán motivados por el autointerés buscando siempre la maximización de los propios beneficios, lo que implica, naturalmente, evitar caer en riesgos, o calcularlos (lo mismo para la víctima como para el ofensor). Esta manipulación de los factores ambientales o situacionales puede ser efectiva en el control de determinados tipos de delitos, quizá en los más leves (como los delitos contra la propiedad), pero está claro que no sirve para combatir otro tipo de acciones donde la premeditación o el ejercicio de la elección racional (como en los delitos violentos) simplemente no existe. De igual forma, la táctica situacional no logra dar respuesta al fenómeno de la criminalidad, diría que la indagación en sus causas le es indiferente porque asimila el delito como un presupuesto natural para el que existe, además de una cobertura presupuestaria, todo un diseño de tipo institucional.

Como anticipé más temprano la visión económica del delito puede acarrear finalidades perversas ya que, al no corregir los desarreglos sociales, lo que hace es alimentar un mercado. La supuesta “neutralización” del delito se traduce en ingentes presupuestos para el sistema encargado de combatirlo, entiéndase: policías, fiscales, peritos, jueces, agentes carcelarios, etc. Sin contar con los actores que indirectamente se “benefician” de la estrategia como pueden ser los fabricantes de armas, cuerpos privados de seguridad, diseñadores de tecnología, abogados particulares, medios de comunicación, y un largo etcétera. Los actores mencionados (y muchos otros) gozarán, acaso inconscientemente, de una plena justificación de sus dinámicas. Su trabajo dependerá, en buena medida, de las “cuotas esperables” de delitos en una sociedad; habrá por tanto un espacio para el cálculo, para el desarrollo de proyecciones y, naturalmente, para la competencia. En palabras más crudas, al mercado de la “seguridad ciudadana” le conviene poco explorar las causas, su “preocupación” se centrará en los efectos, que son la razón misma de su existencia.

Así, la táctica situacional, que también contempla el diseño de modelos urbanísticos (otro mercado) como una técnica de intervención “repelente del riesgo” de delitos (una suerte de determinismo arquitectónico), mantendrá su vigencia en la medida en que ese delito se desplace a otros sectores o migre a nuevas modalidades y formas que constituyan nuevos desafíos; nuevas misiones que cumplir en un mundo donde los “buenos deberán seguir triunfando sobre los malos”.

Táctica social de prevención

Terminaré hablando de la táctica social para la prevención del delito, a mi juicio el modelo que representa la respuesta más sensata al fenómeno de la criminalidad. A diferencia de la táctica situacional o ambiental esta estrategia contempla la existencia de variables sociales, analizando su impacto en la formación de conductas transgresoras de la ley. La táctica social empieza por identificar a la desigualdad como la causa motor de la mayor parte de los delitos. Esa desigualdad que es mala per se, pero que lo es sobre todo porque subvierte la posibilidad de libertad real para los muchos, genera frustración en un importante segmento de la sociedad que se ve imposibilitado de alcanzar el ideal de bienestar. Dicha frustración puede ser gestionada de diferentes formas por los grupos que la padecen, siendo una opción- no la única- el delito. 

Tenemos así al delito como una aberración moral que debe ser explicada. Esa explicación la obtendremos analizando a la sociedad: su composición, clases sociales, formas de interacción, realidades económicas, etc. El éxito de la táctica social consistirá en eliminar, o por lo menos disminuir, las contradicciones existentes entre los diferentes grupos objetivos que conforman a una comunidad. De ahí que acortar la brecha de oportunidades implicará una reducción en las tasas de criminalidad y abonará en la sensación de seguridad. Y es que, como profundizaré a continuación, existe una relación directa entre las políticas económicas y el crimen.

La táctica social logra su impulso con el surgimiento del Estado Social, en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, y ha logrado mantenerse en los países donde priman visiones más alineadas con políticas progresistas. Siendo esta una teoría alimentada por la sociología y la criminología, su interés primordial se situará en la comprensión causal del delito. En esta línea, Hirschi se preguntará por qué las personas conforman o adecuan su comportamiento a determinadas normas sociales, y a contrario sensu, por qué no lo hacen. La respuesta a esta pregunta nos lleva a indagar en el llamado “control social”, un instrumento eficaz que condicionará el accionar de los individuos quienes, pudiendo advertir las consecuencias que les puede ocasionar la comisión de un delito, controlarán en mayor o menor proporción sus tentaciones según lo mucho o poco que tengan que perder ante la exposición de sus conductas en la esfera pública. Ese grado de autocontrol dependerá de una serie de variables de carácter social y se formará con la influencia de dos instituciones claves en el proceso de socialización que, siguiendo el texto de Máximo Sozzo, son: la familia y la escuela. Desde mi punto de vista hace falta en dicho diagnóstico la incorporación de los medios de comunicación, una nueva forma de poder pastoral, los agentes socializadores por excelencia y principales transmisores de ideología. Siguiendo con esta línea argumental el delito será el resultado de una socialización defectuosa y los delincuentes una suerte de “subclase moral” y culturalmente divorciada del resto de la sociedad. Pero ¿será suficiente a fines preventivos apuntar a fortalecer las actividades de control social en las instituciones mencionadas?

Definitivamente no, no es suficiente. En primer lugar, porque los valores culturales hegemónicos no son, necesariamente, compartidos por la sociedad entera. Es tan simple como reconocer la presencia de personas que le dan un sentido diferente al mundo en el que vivimos. Merton dirá, en su famosa “Teoría de la anomia”, que en las sociedades (él habla de la sociedad norteamericana) se presenta una disociación entre las metas culturales idealizadas- entiéndase: éxito económico y prestigio social- y los medios institucionalizados para alcanzarlas. Sobre esto último versa una segunda respuesta a la pregunta planteada, en el sentido de que sirve de muy poco robustecer la estrategia de control social si el Estado (o la sociedad) no se preocupa por facilitar primero las herramientas (oportunidades) para conseguir los objetivos esperados. Ese déficit desemboca en distintas formas de adaptación individual que asume dichas disociaciones: desde la coraza que pudiere significar un retraimiento, hasta la rebeldía que puede provocar una trasgresión al orden establecido, o con mejor suerte se puede producir un estímulo para la innovación. No necesariamente ese “no encajar” desencadena en escenarios dramáticos (como el delito); de hecho, las mayores conquistas sociales en la Historia han surgido de reacciones innovadoras, calificadas en su momento como antisistema. 

El hecho es que los integrantes de la sociedad no arrancan desde una misma línea de partida, y en esa “carrera” por alcanzar las metas culturales establecidas, el camino está lleno de “trampas” porque las oportunidades no están distribuidas de manera igualitaria. Ese fallo en el tejido social demanda la intervención decidida del Estado. Si el Estado es capaz de resolver las causas del delito que están profundamente enraizadas en complejos factores sociales, pero sobre todo en la propia estructura de oportunidades, entonces estaremos ante una auténtica estrategia de prevención. La subcultura criminal, reflexiona Cohen, “es una forma de adaptación colectiva” cuyo germen se encuentra en un orden social injusto, excluyente, elitista. En esa línea Cloward y Ohlin dirán que “las posiciones sociales y de clase de los miembros de la sociedad influyen en el tipo de oportunidades ilegítimas que estos aprovechan”. 

En la prevención del delito no existe un arsenal más efectivo que la educación, el empleo o los salarios justos (y todas las políticas de carácter social atravesadas por el valor de la solidaridad). Ninguna táctica situacional puede competir con la entrega de dignidad a los grupos más bajos de la sociedad. Y aunque este último alegato corre el riesgo de sonar a discurso romántico o desprenda algún tono demagógico en su forma, no encuentro razones para dudar de la potencia que tendría su puesta en vigor.  Lejos de contener algún sesgo populista, el cambio de paradigma planteado no logra permear en el moderno discurso penal justamente porque sus efectos no se verifican en el cortísimo plazo, sobre el que orbitan los procesos político-electorales. Respecto a la táctica social hay mucho más que decir pero he intentado resumir sus características más esenciales. Creo que su diferencia con el primer método de prevención explicado no es difícil de notar. 

“Frente a la delincuencia: prevención, represión y solidaridad” así titulaba el alcalde G. Bonnemaison el informe del “Comité Nationale de Prevention de la Violence et de la Criminalité” presentado en 1982 al Primer Ministro francés, documento que sentó las bases en la agenda de prevención del delito en Francia. Tras la represión: la solidaridad, reside en este orden un mensaje elocuente. No se trata de esgrimir argumentos encaminados a eximir al delincuente de su condena, mucho menos de su responsabilidad. Se trata de complejizar el debate con la incorporación de variables muy venidas a menos en la discusión actual sobre la prevención. La exclusión social de cualquier naturaleza es, sin lugar a dudas, la causa principal de la criminalidad. Será por tanto misión prioritaria del Estado promover estrategias que faciliten la inclusión de los grupos marginados de la política social. Esta labor preventiva no puede estar en manos del sistema de justicia penal –represivo por naturaleza- , sino que debe crearse una nueva estructura administrativa que permita la participación de agentes de la sociedad civil. Sólo así, en una comunidad cohesionada, libre de prejuicios y abierta a la solidaridad, la opción por el delito perderá terreno.

BIBLIOGRAFÍA.

Apuntes de clase de la materia “Sistemas Judiciales y seguridad ciudadana” impartida por el Dr. Omar Orsi en el Máster en “Democracia y Buen Gobierno” de la USAL.

Del Rosal, Bernardo. ¿Hacia el derecho penal de la postmodernidad?. (Publicado en: Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología)  ARTÍCULOS ISSN 1695-0194 RECPC 11-08 (2009) 

http://criminet.ugr.es/recpc    – ISSN 1695-0194 

Sozzo, Máximo. “Seguridad Urbana y Tácticas de Prevención del Delito”. (Publicado en: Cuadernos de Jurisprudencia y Doctrina Penal, Ad-Hoc, BsAs, N. 10, 2000) Máximo Sozzo (UNL)

Nació el mismo día que Vargas Llosa (28 de marzo), solo que 51 años después y un poco más al norte, a la izquierda, bien a la izquierda, en Guayaquil, Ecuador. Este guayaquileño amante del encebollado con chifle se graduó de abogado (UCSG), pero decidió dejar las leyes y las corbatas, por el micrófono, las cámaras, los jeans cómodos y la mochila. Como comunicador (Ecuador TV, TeleSur), ha ejercido distintas funciones, desde pasar cables y cargar cámaras, hasta escribir libretos, reportear, hacer documentales, presentar informativos, llegando incluso a dirigir un departamento de noticias y conducir un programa de opinión (Mundo al revés) que transmitió la televisión pública de Ecuador hasta que salió “favorecido” en una“optimización de personal por ajuste de presupuestos” … Verduga interrumpe su faceta de comunicador en 2017 para realizar un Máster en "Democracia" (USAL) en el "Reino" de España, sí… tal como lo leen. No contento con sus escasas horas de sueño cursa actualmente un doctorado en Comunicación Política en la Universidad de Salamanca y hace radio en el programa La Pizarra. ¡Orgulloso obrero de La Kolmena desde su fundación!

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1 Comment

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  1. Simonía Cristie

    agosto 31, 2019 at 3:13 pm

    Un cezudo análisis a los que nos tiene acostumbradas/OS Abraham Verduga . Podría añadir que a las clases políticas/económicas neoliberales les conviene,que a partir de la pobreza, la desigualdad, y la falta de educación existan los «antisociales. Es allí donde radica el » negocio.

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